Si Ferran Adrià trajera El Bulli a Colombia, lo primero que tendría que hacer es cambiarse el nombre, porque en un país donde nunca aprendimos a decirle Paulo a ‘Pablo’ Laserna, en el que Yamid es ‘Yamic’ y donde impunemente le decimos Vargas Llosa al ministro del Interior, más le valdrá, de entrada, presentarse como Adriano Fernández o Fernando Andrade. Segunda gran decisión: ubicar en Silvania un terreno lo suficientemente amplio como para que, cuando abra El Bulli, no le inauguren al lado El Bulli que Ríe, El Rebullidero que Canta o La Vaca que más caga sobre El Bulli. Tal vez Silvania, donde ya atendieron debidamente —y hace décadas— a la marca francesa La vache qui rit no sea el lugar adecuado. Adrià deberá entonces olvidarse del campo y marchar directamente a la bogotanísima Zona G, donde pasta tanta vaca sagrada lista para el ordeño y siempre hay espacio de sobra: todos los meses quiebran dos restaurantes de nouvelle cuisine. A la G, el chef español tendrá que llegar de la mano de un empresario nativo que, eventualmente, le cogerá el codo (de cerdo glaseado), tipo Jean-Claude Bessudo, forrado del ‘sabor’ caribe que palpita en todos esos parques nacionales que son un pequeño rincón de Francia en Colombia o de Salvo Basile, siempre dispuesto a relatar cómo el rodaje de La quemada lo llevó a Cartagena y lo salvó (¿Salvó?) de una quemada segura en Cinecittà.