(Un dato extra: todas las mujeres, a no ser que tengan algún tipo de disfunción, sean ciegas o hayan nacido lejos de la civilización y crecido, digamos, entre una manada de lobos, han visto pornografía. Incluso las feministas). A los 16 años encontré en la memoria del computador de mis papás una serie de paginitas muy gráficas, muy sucias y muy amenas, casi todas de porno amateur. Pipís iban y venían —y se venían en cantidades de semen inimaginables y, tengo que agregar, en los más extraños lugares—; y las cucas abiertas, húmedas, de mil colores, texturas y tamaños palpitaban mientras esperaban que algo, lo que fuera (dildos, máquinas o frutas), las penetraran. Todo un universo revelado ante mis entonces virginales ojos.
Por eso, cuando hace un par de años un noviete me dijo que tiráramos mientras veíamos porno, el asunto no me sorprendió, y me lancé a la lid con brazos y piernas bien abiertas. Error. Una noche en su casa, él acomodó el televisor para que los dos pudiéramos ver sin rompernos el cuello, lo prendió y pasó los canales hasta llegar a Venus (que él, por supuesto, sí había tenido la delicadeza de pagar).
Separemos, por favor, la paja del polvo. Cualquier confusión, pasada cierta edad, es imperdonable. Y otra cosa: ¿nunca oyeron eso de no repetir lo que ven en la películas en casa? Pues eso también aplica a las películas porno. Corren el riesgo si no de salir lastimados, de poner en evidencia su falta de imaginación. La pornografía es para verla en privado, aunque algunos adolescentes acostumbren a hacerlo en manadas. Asumiendo que este no es su caso, la pornografía sirve para arrecharse solitos y para satisfacerse solitos.